miércoles, 5 de octubre de 2016

FIGURA DEL ARLEQUÍN, LA VOZ DE LA POESÍA DE JUAN YUFRA. ESCRIBE HELENA USANDIZAGA.



Foto de Marina Herrera. CAER AL FONDO DE LA PROPIA LENGUA: LA VOZ DEL POEMA EN FIGURA DEL ARLEQUÍN, DE JUAN YUFRA
Helena Usandizaga
No es lo mismo una alemana pre-hitleriana que un peruano post-moderno; o, dicho de otro modo, los discursos sociales y el espacio interior que dan lugar a la lengua de la escritura, y sobre todo a la lengua poética, no tienen en las culturas marginadas y fragmentadas el mismo tipo de entidad que en aquellas culturas que dominaron el mundo y que fueron su centro. Pero cuando esas culturas dominantes “se vuelven locas”, como en el momento del nazismo, se cancela la supuesta –si es que alguien la supuso alguna vez- superioridad de las mismas y ese espacio tiene el mismo valor que para las culturas menos prestigiosas: ambas se igualan en un lugar de resistencia y de fecundidad de donde brotan las únicas palabras que nos mantienen como humanos, porque “no fue la lengua alemana la que enloqueció” con el nazismo, dice Hanna Arendt (Arendt, 1964: minuto 38’43). En esa famosa y fascinante entrevista de Günter Gaus a Hannah Arendt en el año 1964, el entrevistador le hace a la entrevistada dos preguntas clave: si volvería a la Europa pre-hitleriana, si la añora,  y qué queda de su mundo tras la huida y la migrancia, y (algo que ella precisa) también del uso de varias lenguas. La respuesta de Arendt es rápida: No volvería a la Europa prehitleriana. Y queda la lengua materna. ¿Qué significa “lengua materna”? En su caso, explica Arendt, es simple: una buena cantidad de poesía alemana aprendida en la infancia, poemas que siempre se mueven “in the back of my mind”, y señala un lugar de su cabeza. Esta ubicación espacial de la lengua que hace al sujeto no es casual: hablamos de un lugar interior, que en el caso de Arendt se ha configurado a partir de una lengua fuerte y central, a partir de textos canónicos e igualmente fuertes. Pero, aunque Arendt no lo diga, no es solamente este material canónico el que conforma la lengua interior, sino también una resonancia de voces, de tonos y afectos, aprendidos en la infancia. Incluso es posible que en esta “lengua interior” se mezclen varias lenguas, pero lo que es seguro es que cada espacio interior es irrepetible y genera la originalidad del poema. Pues ese espacio es también el lenguaje, o parte del lenguaje, del inconsciente y de las emociones, ese “núcleo de oralidad primaria” (Dorra, 1997: 70) que corresponde a los primeros estadios de la formación, ese “sitio interior” (Dorra, 1997: 70) que configura una lengua que tal vez no hablamos con los demás, pero que nos habla y que habla en el poema, la “douce langue natale” del alma en la “Invitation au voyage” de Baudelaire.
El libro de Juan Yufra parece comenzar negando la pertenencia de nuestro lugar interior en dos citas en el epígrafe: “las palabras no son de nadie” y “con la palabra hay que ser cruel”. Y algo de eso hay, porque al lado de la fluencia de la palabra poética hay en este libro una insólita crítica al lenguaje. No obstante, el cuestionamiento se da siempre desde esta intimidad con la palabra, que incluye resonancias de la conciencia y del inconsciente tanto como ecos de poemas de la tradición vanguardista y actual: Hidalgo, Westphalen, Herrera. Pero “la vida erosiona/ siempre/ las primeras cosas que aprendes” (45), y todo el libro es también un rastreo de esa palabra y de su existencia en relación con el mundo, de su interacción con la lengua social, colectiva; de su perpetua puesta en duda: “¿Sólo sobreviven aquellos que se pierden/ en la oscuridad de la página que no pueden ver?” (Yufra, 2015: 22).
No es casual tampoco que, si la lengua es un lugar interior, el poema que la hace fluir y que la cuestiona sea también un lugar de la imaginación y de la memoria. El océano, el horizonte surcado de pájaros que vienen a posarse en el poema, la arena donde la mano traza signos que se borran, escuetas piedras y secas lagartijas, algunos queñuales, son el escenario del poema y de su soledad. Este decir no postula un anclaje referencial, pero tampoco lo niega ni lo oculta; el lenguaje se deshace para crear su referencia a partir de las “antiguas hojas imprevistas de queñual” (23). En este escenario primordial, con la caza y la pesca como rastreo del significado, los objetos arden en el papel y la voz se deshace sobre la arena. Y en él, la palabra no es tan douce como en el poema de Baudelaire, y el recuerdo platónico no es tanto el de un abstracto y paradisíaco lenguaje del origen: más que una palabra primordial, lo que nos precede y nos habla es nuestra palabra, la del yo y la del otro, nuestra voz, fraguada a la vez en una palabra que precede al sujeto, y en una que existe y que habla a todos: “Si alzo la voz es para estar adentro/ -entre las palmeras-/ en la palabra cuya existencia nos precede” (43).
Una lengua que, en su decir oscuro, se hace garante de la existencia de las cosas: “Solo se abandonan las cosas que dejamos sin nombre” (44). Y escribir es también “señalar el lugar donde reside la poesía” (46); ya que las palabras de familia que guardamos “no son palabras comunes” (24). No obstante, nada se da por hecho; el mundo y las palabras se persiguen en un desciframiento imposible, tanteando la revelación: “Tal vez opaco río surca/ Lo remoto/ Ataja palabras” (24). Se trata de explorar en la oscuridad buscando o hallando otra luz, pero constantemente la palabra se cuestiona en ese su intento de decir el mundo o de que el mundo la diga: “Qué signo traduce lo que digo/ Qué otros son necesarios para nombrar/ -esta garúa-/ Un círculo flota en los ojos y no lo ves” (24).
A lo largo del libro, signos erosionados y objetos errantes se unen y se separan, y se llega a afirmar: “En cualquier objeto no existes, Poesía/ -es simple, no existes” (14).    Y el “Árbol/ en hoja de cuaderno” será “Malahierba (18). Encuentro y desencuentro de palabras y mundo, que se dicen uno a otro, se crean y se destruyen: “una palabra simple deshace la luz”, pero también “ella será la señal de las cosas que vimos” (12); “el cuerpo/ deja lumbre, pistas para los que siguen” (21).
Pues este es un lenguaje cuestionado: en “El signo de Tauro”, el sujeto que habla, en un estado de vigilia distraída, ve disiparse el poema, “no recuerda el viento que mueve/ la arena de su boca”, “husmea/ cree saber/ cree descifrar una señal opuesta” (37). Desconoce la torpeza de su lengua que “se enreda/ que tropieza y balbucea solo algunas olas”; en su astucia dice las palabras pero las evita hasta que “Cae -por fin-/ al fondo de su propia lengua/ con los ojos cerrados sueña – inseguro” y unas mujeres “desoladas/ trazan con sus dedos –en la tierra- una línea/ ¿no pueden hacer otra cosa?/ sus ojos han dejado de ver algo/ que aún persiste/ en el suelo”. El trayecto del poema no lleva a ningún triunfo, sino a este desolado decir y a sus destellos de sentido y de emoción.
El poema “Fábula”, parece evocar el del mismo título de Octavio Paz; pero, frente a la recuperación momentánea, en el poema de Paz, de aquella palabra primordial que garantiza la unidad del mundo y del ser humano, el poema de Yufra, menos enfático, sólo pretende, como en todo el libro, ese escribir, “escribir y señalar el lugar donde reside la poesía” (46), o trazar, “al fin y al cabo con tiza”, “algo en medio de las cosas”, esconder la palabra perenne “sobre el follaje de líneas” (35). Y la voz, “viento extraviado/ desolado en las tejas” lleva a la ausencia de sentido: “nadie entiende/ nadie observa las piedras que surgen imprecisas” (35).
En este sentido, la figura del Arlequín, de una épica en sordina, preside la perspectiva de varios poemas: “Yo cerraba los ojos para morir y no moría” (29). El Arlequín es el personaje carnavalesco, camaleónico, a la vez diablo e ingenuo, el sujeto pobre y por momentos astuto (“Tengo derecho a perder la memoria/ A olvidar todo lo nombrado”, 29), por momentos sabio y melancólico: “Sólo se abandonan las cosas que dejamos sin nombre [...] Sólo nos acercamos a lo que está distante” (44).
Aunque, a veces, se recupera el sentido de la escritura: el tipógrafo y el poeta inventaron el único laberinto que justifica la existencia, y es posible mover las cosas, “llevar las piedras/ que lanzamos/ a sus orígenes” (15), aunque hay también un cuestionamiento de la escritura frente a la vida; esas piedras en el pecho que en otro poema solo servirían si llegara una manifestación, una causa (25). Y la eterna paradoja que no se resuelve: escribir que la vida es mejor que la escritura.
En el silencio
Trazo una ruta con el dedo índice
-Nunca llega a tu cuerpo-
¿Abrir los ojos?
¿Mover la corteza del agua empozada?
Es preferible dejar las cosas como están
(encima de sus sombras)
Mejor echarse en la orilla -divisar
         la línea de cerros y eucaliptos
Es mejor que tantas palabras –escribo
(16)

REFERENCIAS
Arendt, Hanna (1964). “¿Qué queda? Queda la lengua materna”. Entrevista de Günter Gaus, emitida por la televisión de Alemania Occidental el 28 de Octubre de 1964. https://www.youtube.com/watch?v=WDovm3A1wI4
Dorra, Raúl (1997). “¿Grafocentrismo o fonocentrismo? (Perspectivas para un estudio de la oralidad)”. En Memorias de JALLA Tucumán 1995, vol. I. Tucumán: Proyecto “Tucumán en los Andes”: 56-73.

Yufra, Juan (2015). Figura del arlequín. Arequipa: Cascahuesos.